Crónicas de Nueva España (viaje a México enero-febrero 2016)

8 Mar

I.

Estamos muy bien, papá. La gente acá es morena y amable. Ayer llevábamos mucho rato con las mochilas al hombro buscando un lugar para dormir, hasta que yo me detuve a descansar frente a una vitrina llena de pasteles porque los dulces siempre serán para mi un atractivo turístico. Pasó que justo esas delicias estaban al lado de un hotelucho al que V. entró aprovechando que yo miraba con amor esas masitas a través del vidrio. Volvió para decirme que el alojamiento no era absolutamente hermoso pero que podríamos estar bien y entramos a conocerlo. Cuando subíamos hacia la habitación que nos ofrecieron, un hombre bajaba la escalera con dos mujeres de falda cortísima y maquillaje corrido. No creo que hayan estado jugando bachillerato. El lugar está a dos cuadras del zócalo -el centro de Ciudad de México- y tiene una ventana, un balcón, mucha luz y una cama buena. Hemos convertido a este hotel de semi mala muerte en un hogar de plena buena vida.
Hasta el momento lo que más me asombra es la comida. Ayer probamos “enchiladas de la abuela”, una fuente de greda burbujeando calor -” tu plato está vivo, corazón “, me dijo V.-, espolvoreada con el queso más inolvidable del mundo y abajo unas tortillas de maíz rellenas de pollo que yo, ingenuamente cuando llegó a la mesa, me pregunté si acaso sería picante. Se llama en-chil- ada, por la puta madre, era puro ají. De todas formas sabía riquisimo, así que luego de cada trozo, me mandaba un sorbo de un refresco natural de sabor indescifrable pero muy bueno. Estuve con la boca caliente media hora y con una sensación de inflamación labial que me hace sentir Angelina Jolie.
Aún no veo el caos del que todo el mundo habla cuando narra el DF pero seguro es porque no he ido a esos lugares todavía o porque en Santiago, cuando quiero relajarme, yo voy a Meiggs. Quizás nací para esto.

II.

Marrakesh se llama el bar gay en el DF al que fuimos ayer, papá. Nos llevaron Lucía y Jesus, una pareja de mexicanos que conocí en el hostal cuando viví en Buenos Aires.
En la entrada del boliche cuelga un enorme cartel que dice “gracias por su preferencia (sexual)” y una foto gigante de un hombre bien mujer envuelto en el mismo resplandor que rodea a la Virgen de Guadalupe. Sobre la barra bailaba un homosensual entrado en carne que al ritmo de la música nos apuntaba con su mano bien quebrada, como una reina ante sus súbditos. En altura, sobre una tarima de metal, un DJ a torso desnudo con hot pants dorados animaba la fiesta. Calzaba zapatillas en el mismo tono que terminaban a la altura del tobillo en dos vistosas alas de ángel brillante. Juan Gabriel, papá, era un ícono de la masculinidad al lado de ese hombre.
Mientras bailábamos “Aserejé” -ese hit que a principios de los dos mil odié pero cuya coreografía ayer hice íntegra- llegó un amigo de Jesús. Era una mezcla de Yuri, Gloria Trevi y la Maestra Ximena pero despojada de su moral docente. Bailaba con una soltura de invertebrado y sus manos eran tan femeninas y elegantes que parecían dos aves que se querían soltar de su muñecas y volar.
En eso el DJ anunció a un gran diva mexicana y se subió a la barra un hombre vestido de Paulina Rubio. Usaba peluca crespa platinada y un traje de lentejuelas moradas. Al comenzar a cantar “yo no soy esa mujer” me apreté el corazón como los nacionalistas cuando escuchan su himno y me dediqué a mirar a todos esos hombres que cantaban tan fuerte como podían la misma canción que han de haber cantado calladitos en el baño de su casa cuando no superaban los quince. Después bailamos “tú eres mi mamita rica y apretadita” de mi ídolo, El General. A todo esto, a V. ya le habían agarrado un cachete, pero no nos importó porque dijo que fue con amor.
Al salir pensé que no somos todos iguales, papá, eso es un invento de la Revolución Francesa. Yo nos vi a todos diferentes, conquistando una libertad que sube de la cadera hacia arriba, pasando por el vientre y el pecho, y no que baja de la cabeza hacia ninguna parte.
También pensé que fue muy bueno vivir en Argentina, donde gané y perdí tanto. Dentro de lo que gané están Lucía y Jesus que nos llevaron a este bar y que me hicieron recordar que yo, papá, “no soy esa mujer, que no sale de casa”.

III.
Zipolite es una playa nudista ubicada a 6 horas de Oaxaca, México. Se llega a ella por un camino lleno de curvas que ha de ser hermoso, pero que no vi en parte porque viajamos de noche, en parte porque vomité todo el trayecto. Yo sé que una persona que vomita cinco veces al interior de una van puede parecer una pésima compañera de viaje, sin embargo, a mi favor, quiero que se sepa que es una hazaña regurgitar hasta los malos recuerdos en una bolsa plástica de 20 x 30 cms. sin que una sola gota salpique fuera de ese recipiente.
Luego del primer vómito fue tanto mi bienestar que pude mirar hacia afuera de la ventana: el cielo era una seda negra y tirante perforada con orificios de distintos diámetros. Detrás de esa tela oscura vivía la luz, entonces ella entraba liberada por los agujeros y eso eran las estrellas.
Así me la pasé seis horas:
Curvas, mareo.
Vómito, vómito, vómito.
Espacio estelar.
Aunque no lo parezca fue muy lindo.

Bajarse en Zipolite a las 5:40 de la mañana es fácil: te recibe un calor de olla a presión y uno descansa sobre la arena hasta que amanece y busca lugar para dormir.
Quedarse en Zipolite es fácil: se trata de despertar y meterse al mar desnudo. Hacer eso resulta sencillo porque es lo mismo que bañarse como siempre pero acá uno no se arregla el bikini para que no se vea el pezón al salir del agua, básicamente porque uno no se puso el bikini y porque se tiene al aire el pezón número 1 y también el número 2.
Pasar la tarde en Zipolite es fácil: consiste en leer en una hamaca o en tomar cerveza Corona o cerveza Victoria, o en fumar marihuana o todo eso al mismo tiempo. Los gringos viejitos recorren desnudos la costa de punta a cabo y a mi me da mucho nervio no porque le cuelguen sus cositas, ni porque se depilen el ´quetejedi´ sino porque su piel está rostizada. Entonces me dan ganas de comprar muchas sábanas blancas y cubrirlos uno a uno diciéndoles “tío, tápese”. No es pudor. No es moralismo. Es, por amor del cielo, cáncer a la piel.
Vivir la noche en Zipolite es fácil; consiste en salir a la única calle del pueblo y meterse a uno de las decenas de bares con velas en las mesas. Beber cerveza o mezcal y comer tacos o tlayudas. Ese es el único momento en que los gringos viejitos se visten y no se parecen tanto a los extraterrestres de la playa nudista de Futurama.
Aunque acá todo es muy fácil a mi a veces se me hace complejo; no me gusta todo el día estar con arena en el cuerpo, ni con el pelo tieso de sal, ni tomar cerveza hasta que me de sueño ni fumar marihuana una vez que se pasa el efecto de la volada anterior. Extraño algún edificio colonial, extraño una capilla llena de cristos con pelo natural, extraño que haya ángulos rectos en las construcciones y no solo techos de hoja de palmera.
Aun así estoy muy contenta porque se me emparejó un poco el bronceado a la altura de los cachetes, porque es bueno viajar y conocer la vida que uno busca y la que no y por sobre todo estoy muy pero muy contenta de ser morena, caminar desnuda por la playa y no lucir así:

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IV.

Quisiera escribir mucho (que hemos huido del Papa como profesionales del anticlericalismo, que aún no me saco de la boca el sabor del Pozol de chocolate de Chiapas, que nunca me sentí segura en la jungla -‘tanta vida vuelve todo un poco peligroso’ dijo V. – que pensé en la noche que me comería un felino que rugía pero después supe que era un mono de 40 cms., que las pirámides mayas sobrecogen, sin embargo sigo prefiriendo las grandes obras de la naturaleza porque en ellas nadie esclavizó a nadie, que arrancamos al pueblo y que vivir el 14 de febrero en este país es una experiencia, por decir algo leve, recargada), quisiera escribir mucho, pero la selva de Palenque me pegó mal.

V.

Mi capacidad para hacer amigos en este viaje se resume en una sola palabra: nula. En Tulum, un lugar obsceno de tanta belleza natural y privatización hecha para los gringos, no me dieron ganas de conversar con nadie. Los diálogos entre personas que llevaban meses viajando, del tipo: “me quedé a vivir en Manaos un mes y medio porque quería empaparme de la cultura”, me tenían podrida. O “tomé un curso intensivo de cuatro días pero aprendí lo que hubiera aprendido en seis meses” me daban ganas de sacar mi bazuca y volarlos a todos. Peor aun, escuchar a gente que se venía recién conociendo decir esto: “que lindo conocerte, si vas a Boston te quedas en mi casa y pasamos a wonderful time”, me hizo dejar mi silla y decir “listo, lo decidí, voy a matar a esta mujer”. No estoy interesada en esa gente, no quiero hablar con ellos, ni tampoco me encantan aquellos que fuman yerba todo el día y que escuchan mantras mezclados con música electrónica desde su netbook Mac.
Por eso, llegar a Valladolid, México, y ver a una familia pintando una pared del hostal donde paramos, me tranquilizó de inmediato.
Al rato conversamos con ellos y supimos que son franceses, que ella trabajaba en una biblioteca, que él era electricista y llevaban bastante tiempo viajando . En el estado de Oaxaca, donde yo me pude quedar sólo 10 días, ellos estuvieron tres meses. Habían andado también por Guatemala, pero les dio hepatitis. Les dio a todos excepto a ella, a Nell, la hija de 8 o 9 años que ya hablaba español perfecto y que aprendió jugando con niños mexicanos en la calle.
Cuando les preguntamos cómo era viajar con niños -tenían un par, a Nell y y un pequeño de dos años- nos dijeron que era lindo, pero que estaban muy muy cansados.
Por la noche cenamos juntos.
-Que hermosa tu falda, Nell -le dije- se parece a las de Frida, la conoces?
-Si si -respondió orgullosa – me la compraron en…-miró a su mamá para recordar su largo viaje.
-En San Cristóbal – dijo la francesa grande.
-En San Cristóbal -afirmó Nell, llevando los ojos arriba buscando en su cabeza los días en ese lugar, aislándolos de los otros tantos en distintos pueblos, playas y ciudades.
Hoy despertamos con su voz. Quise bajar a desayunar con ella y le dije a V:
-Es un hecho, Nell es mi mejor amiga de este viaje.
Una hora más tarde, después de arreglar nuestras mochilas para cambiarnos de habitación a una compartida porque ya nos queda poca plata, V. volvió.
-Traigo dos noticias: la buena es que hay camas en la habitación compartida, la mala es que Nell se fue.
Me he querido comprar todo y no he podido.
He querido quedarme más tiempo en un lugar pero los días no daban.
Quise tomarle fotos a un pájaro negro con líneas calipso, pero en cuanto saqué la cámara, voló, pero no hay nada que me duela más que no haberme despedido de ella.
Nos dejaste tu sonrisa, Nell, tu tono que no se me va de la cabeza.
Nos llevamos tu unicornio y una decisión.

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VI.

Hace una hora íbamos caminando por calle Eje Central, ciudad de México. De pronto una chica nos preguntó si conocíamos un hotel barato. Le respondimos que sí, que estamos en uno. Nos pidió llevarla hasta él. Conversamos en el camino, era simpática, muy amable.
Llegamos al hotel, le dieron la habitación contigua a la nuestra. Le dijimos que si necesitaba algo o quería conversar un rato podía ir a vernos.
A los cinco minutos tocó la puerta. La invitamos a tomar once. Antes le explicamos en qué consiste esa chilena práctica de tomar once. Le servimos el pan más parecido a la marraqueta que encontramos, con queso y tomate, además de yogur con mango, plátano y granola.
Le contamos qué hacemos, cómo ha sido nuestro viaje. Nos reímos.
Ahora íbamos a fumar pero no tenemos fuego. Ella acaba de bajar por encendedor. No sabemos quién es, ni si es asesina. Sólo tenemos su celular que dejó cargando en nuestro velador. Queremos ver si tiene fotos de turistas muertos, pero sentimos que es violar la privacidad de una posible homicida. Mañana irá al museo de Frida con nosotros, luego a las luchas libres y después a bailar a Marrakesh.
Si no es buena persona como parecía y nos mata, sepan que dice llamarse Carla, proveniente de Toluca, de profesión arquitecta. Es morena y tiene los ojos inquietantemente claros. Viste blusa celeste – acaba de llegar con café de la esquina- pantalones negros y botas. Búsquenla, encuéntrenla y venguen nuestra vida, que estaba siendo muy hermosa.
Sepan también que morimos felices, que ha sido un viaje intenso. Que con V. la vida ha sido tan buena y apuesto que la muerte también.

Pd. Carla es brutalmente simpática.

VII.

Carla no nos mató. No estaba entre sus intereses asesinar a dos chilenos porque ya le habían pasado cosas bastante importantes: la semana pasada firmó los papeles de su divorcio, el sábado se tiró en paracaidas, el día que la conocimos se cortó el pelo y con nosotros, luego de años, fumó otra vez marihuana.
Después de eso se rió mucho y le dio un bajón en el que quiso comer todos los pasteles de panadería Ideal, un lugar con tantas masas dulces que cuando lo vi abracé a V. de tanta felicidad que sentía mi alma.
Carla nos invitó a su casa en Toluca así que nos fuimos todos para allá. Ahí comimos uno de los mejores almuerzos del viaje (tapaditos de nopales rellenos con carne y queso acompañados con frijoles, agua de horchata y postre de ate de membrillo) y luego nos llevó a Metepec, un pueblo con una iglesia de cuyo cielo colgaban estrellas y donde se fábrica un licor verde criptonita llamado Garañona.
Lo tomamos.
Un vasito.
Dos vasitos.
Tres vasitos.
Después fuimos por cerveza, no sé cuántas, pero recuerdo que en el taxi de vuelta a casa hicimos la coreografía de “no culpes a la noche, no culpes a la playa” de Luis Mi.
Ahora ya estoy en el aeropuerto de vuelta a Chile pero mi vuelo va con sobrepeso, entonces me cambiaron a uno directo a Santiago que me evitará la escala de 9 horas en Lima que debía hacer antes de este cambio. Me dieron unos vales para almorzar y cenar en un restoran pituco (y yo que me había traído una torta de jamón para no pasar hambre) y como si fuera poco por el asunto del cambio de vuelo me regalaron un viaje ida y vuelta a cualquier lugar del mundo al que llegue Aeromexico, canjeable en un plazo de un año.
En este rato de espera me hice amiga de dos señoras guatemaltecas que están en la misma situación.
-¿Y a dónde va a viajar con el pasaje que le regalaron? -me pregunta la más viejita.
Pienso en lo grande que es el mundo, en cuanto falta por recorrer. Pienso en los tamales, en el pollo con mole, en el pozol. Me acuerdo de Oaxaca, de Zipolite, de Chiapas, de Chichen Itzá. Veo el color turquesa del Cenote Dos Ojos. Escucho el acento de Nell, las explicaciones de Jesús y Lucía, la risa volada de Carla. Recuerdo a Víctor flotando boca arriba en el mar de Mazunte, llevado suavemente por las olas, con los ojos cerrados, sonriendo.

-Quizás vuelva a México -le respondí.

One Response to “Crónicas de Nueva España (viaje a México enero-febrero 2016)”

  1. Alma September 23, 2019 at 1:09 pm #

    Qué maravilla. Me hiciste volar!

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